En mis manos acaricio mientras releo el relato que una vez me mantuvo despierto, Flores tardías, uniéndose las palabras como un laberinto y haciendo del cuento una obra literaria de primera magnitud, la expresión sublime de decir las cosas dejándolas caer.
En las tormentas perfectas de congresos y avatares, de soberbias ideas que se confrontan, de espacios abiertos parlamentarios y discursos ocasionales para el arrebato, en vísperas de volver a la discusión política, a veces, solo a veces, nos refugiamos en la literatura. Sobre todo ahora que hace frío.
Y, qué casualidad, cae en mis manos Flores tardías, de Antón Chejov, joven y tuberculoso, uno de los más célebres escritores naturalistas de la Rusia del último zar. Me viene a la cabeza el ideal de todo aspirante a escritor: ¡escribir una gran novela! y lo comparo, sin querer, con la humildad perfecta de Chéjov escribiendo relatos breves.
Un país como éste, donde se escribe más que se lee, donde las librerías están llenas de grandes novelas de autores contemporáneos, empujados por la mercadotécnica, consagrados por la editorial, sin apenas haber escrito antes un cuento breve o un libro de poemas. La gloria literaria sin pasar por la literatura.
Vivimos en una nación en la que se plantean grandes retos sin decir cómo conseguirlos -bajar el paro, aumentar el crecimiento, reducir la deuda-, apenas sin tiempo para la reflexión, para los pasos cortos, para los pensamientos, para las innovaciones y los emprendimientos.
Un partido que tiene que, poco a poco, construir relatos breves, sobrado de ideas y necesitado de hombres y mujeres que quieran ponerlas en práctica.
Antón Pávlovich Chéjov disfrutaba de niño en los brazos de su madre, cuyo nombre no recuerdo, mientras le susurraba los más hermosos cuentos que trataba de escuchar antes de que se le cerraran los ojos. Médico de profesión, su esposa, tomó de amante la literatura, decía, y esgrimió con su pluma el arte de escribir los mejores relatos breves antes de lanzarse, a alcanzar la gloria sumando páginas y páginas.
No buscaba Antón el propagandismo moral, el apostolado religioso o la recomendación ética. No hay moralejas sino preguntas. Su relato describe, como pasando de puntillas, una realidad de la que libremente el lector tiene que obtener las conclusiones que estime conveniente o simplemente no concluya si no quiere.
En primera persona, casi siempre, se refiere al resto para describir, narrar, sentir. Una fórmula que hicieron suya los anglosajones y que llevaron al naturalismo al intimismo perfecto. El monólogo cultivado sobre el papel como un pensamiento de repente.
No se le escapó al doctor Chéjov escribir dramas tras el fracaso (y posterior éxito) de La gaviota. Mientras acaricio sus cuentos me viene también a la memoria aquella tarde de invierno, en aquel teatro de olor a madera de un Madrid viejo y (entonces) lluvioso, viendo Tío Vania sin querer siquiera recordar el final de la obra.
Aprovecho la ocasión, qué fácil me lo pone el frío de hoy, para buscar en mi librería un libro de cuentos que abro al azar y encuentro, como busco en el recuerdo Flores tardías. (Publicado en DiarioProgresista.es, el miércoles, 8 de febrero de 2012).